En uno de los viajes de exploración
posteriores al de su gran descubrimiento, Cristóbal Colón se
encontró ante el formidable paisaje de la desembocadura del río
Orinoco y desbordado por la pasión y saturado de misticismo concluyó
se encontraba ante las puertas del Paraíso Terrenal. Colón, que
buscaba Cipango, agotó su existencia sin llegar a conocer que, en
las tierras por él descubiertas para los europeos, existió una vez
un reino denominado Cipán en el que era costumbre -como en las
antiguas civilizaciones orientales- sepultar a los reyes junto a un
séquito de personas ejecutadas para la ocasión en el que figuraban
sus esposas, sus concubinas, sus criados y los más altos dignatarios
de la corte, a los que se añadían sus mascotas y algún que otro
voluntario penitente. Una práctica monstruosa a los ojos de la
moralidad contemporánea, pero que no dejaba de obedecer a ciertas
razones muy bien fundamentadas, por la sencilla razón de que daba
lugar a un cambio de régimen sin paliativos.
La desembocadura del río Orinoco,
su delta y área adyacentes pertenecen, hoy en día, a la República
Bolivariana de Venezuela; pero las puertas al Paraíso Terrenal
permanecen donde siempre han estado: en la Torá, y, en las tierras
descubiertas para los europeos por el Gran Almirante, en sustitución
al de Cipán existen otros reinos tales como el de Cuba, el de
Ecuador o el de la mismísima Venezuela donde se viven ahora mismo
momentos de intensa emoción alrededor del fallecimiento de su primer
mandatario en funciones (alguien que, curiosamente, ordenó en su
momento derribar las estatuas de Colón erigidas en territorio
venezolano) Y aunque está claro que las mujeres que tuvo alguna
vez este señor no serán ejecutadas durante el ritual funerario y
que tampoco lo será sus ministros, ni sus hombres de confianza,
resulta razonable suponer que, en todo caso, la vida política,
allí, continuará igual.
Queda expuesto así uno de los más
ilustrativos contrastes entre civilización y barbarie, ante el cual,
los supuestos avances de las ciencias políticas palidecen a la luz
de la efectividad que tenía la acción directa de los antiguos, y
pueden ser conceptuados como ridículos, hipócritas y desprovistos
de toda efectividad. Para más inri y porque viene a colación con
lo que se pretende hacer con el cadáver del caudillo muerto en
Caracas debemos asumir la consideración de que, si antes se
momificaba a los magnates para después sepultarles en laberintos
inaccesibles, puede resultar chocante que ahora se les momifique
para ser exhibidos cual adorables fetiches, manantiales de
superstición.
Como cubano, no obstante, comparto
-por considerarla apropiada en nuestro caso- la idea de adoptar este
formato de funeral perpetuo, muy particularmente, en el caso de un
presumible y próximo fallecimiento de Fidel Castro. Y no por
motivos políticos o religiosos, sino simple y llanamente económicos:
ya que pienso, es la única manera que tenemos los cubanos a nuestro
alcance para recuperar, -con lo que paguen durante varias décadas
los turistas extranjero que acudan a ver su momia expuesta en la
Plaza de la Revolución-, algo del dinero que, procedente del erario
público, dilapidó, regaló, malgastó y dedicó al nepotismo que
beneficia a esa inmensa familia -en realidad una tribu dislocada en
España, Méjico y los EEUU, además de Cuba- en los dos tercios de
siglo que ha gobernado junto a su hermano.
¡La Patria es de todos!,-rezaba en
su título una memorable proclama de los obispos cubanos. Yo
añadiría que, el dinero público: ¡También! .